No soy de Santa Pola, pero desde que tengo uso de razón he tenido una casa en Santa Pola. Nunca, y lo repito bien, nunca me he encontrado la situación que viví la semana pasada. Ni aquí, ni en ninguna otra de las ciudades en las que he vivido. Y tengo que decir que no han sido pocas, precisamente, que la vida me ha llevado por todos los lados. Ni a mí, ni a mi marido nos han tratado de la manera que lo han hecho jamás. Pensábamos denunciar, pero creo que no conduce a nada. De ahí que escriba la carta en el periódico.
Nos pudimos traer a los nietos el fin de semana pasado. Playa, diversión y quitarse un poco de encima esta ola de calor. Si a uno ya le cuesta caminar con los chismes de la playa, si le sumamos a éstos tres niños, uno de ellos en carrito, no hay más que imaginarse el lío que supone cruzar una calle.
Nuestra sorpresa fue al ver que no en una, sino en dos esquinas, los coches estaban aparcados sobre los rebajes de minusválidos. Claro, ¿por dónde pasas el carrito? ¿Y a los niños? La primera vez más o menos lo pudimos esquivar pero, la segunda, con una chica que tenía su cuatro por cuatro encendido, mientras hablaba por el móvil junto al coche, te indigna. Cuál fue nuestra sorpresa cuando, al decírselo amablemente, se nos pone a chillar y a decir de todo. Que quién éramos nosotros, que tenía derecho, que nos callásemos, que si viejos de m… que siempre lo queremos todo y no damos nada.
No ya por mí, o por mi marido, por lo menos por los niños debería haberse contenido un poco. Qué lenguaje, qué educación. Sólo espero que, si tiene hijos propios, o sobrinos, o hijos de amigos cerca de ella, cuide su lenguaje y no les enseñe que pueden hacer en la calle lo que les de la gana.