Miguel Atencia
 

PRIMER DOMINGO DE MAYO, DÍA DE LA MADRE

 
Viernes 5 de mayo de 2017 0 comentarios
 

Madre no hay más que una y a ti te encontré en la calle. Bueno, en estricto sentido, también no hay más que un padre. Lo que pasa es lo que pasa. A la madre la suele conocer todo el mundo, y al padre, pues eso, que no es lo mismo. De todas maneras, yo, desde muy pequeño, tuve claro que aquella señora y aquel señor que vivían conmigo, o eran mis padres o, en cualquier caso, eran unos tíos estupendos a los que yo adoraba.
Nunca me enseñaron un papel, un documento que les acreditara como padres, pero como me trataban como a un hijo, tampoco yo necesité más averiguaciones. Vamos, lo que pasa a casi todos.
Mi padre me parecía una gran persona y, cada día que pasa, y lo recuerdo, me parece mejor todavía.
Pero hoy voy a hablar de mi madre. De una “hazaña” que solo tenga semejanza, salvando las infinitas distancias con el incendio de la biblioteca de Alejandría.
Mi madre, Ana, nombre que a mí me encanta, tengo una hija y una nieta que se llaman así, era una mujer de pueblo, que sabía poco de leer, escribir y hacer cuentas, ya que no había tenido ocasión de adquirir una gran cultura. Su sabiduría era natural. A mí me parecía que lo sabía hacer todo, y, desde luego, era la solución última para cualquiera de nuestros problemas cotidianos. Pero como digo con todo cariño no era muy leída ni “escribida”. Precisamente por esto, mis padres me hicieron estudiar aquel Bachillerato, con su correspondiente reválida que, con mis aprobados, tuve la sensación de pagarles sus esfuerzos. En mis estudios tuve la buena idea de conservar todos mis libros de cada asignatura, que eso sí me compraban para cada curso. Pensaba que algún día podrían facilitarme cualquier duda sobre datos que se me hubieran olvidado.
Llegó un momento en que yo, como no me gustaban las faenas del campo, me marché a la capital, con el fin de trabajar y seguir con mis estudios. Mis libros viejos pero heroicos, los tenía amontonados sin orden aparentemente, en un anexo a la vivienda familiar que le llamábamos “la cocinilla”, y que solíamos habilitar en verano, pero, los tenía localizados a todos. Cuando volví en vacaciones, vi con sorpresa que mis libros no estaban en su sitio, pregunté a mi madre que, con todo candor, me aclaró.
Miguel, hijo, el otro día vino un trapero y le di todo lo viejo que había en casa. Pero mamá, ¿y los libros? Los libros también. Estaban tan viejos que casi no quería llevárselos.
Lo dijo con una expresión beatífica, que yo, mordiéndome los labios, sin que ella me viera, le dije.
Pues muy bien, mamá. Bien hecho. Y le di un besazo.

 

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